Gatito
No dejaba de pensar en aquél encuentro.
¡Que idiota fui! Tenía que haberme citado con él al día siguiente, y no dejar que pasara tanto tiempo... No había nada en particular que me lo impidiera, sino esta obsesión mía por no ceder nunca ante mis impulsos.
Ni mi trabajo, ni mis amigos conseguían distraerme; contaba los días, las horas que me separaban de nuestro próximo encuentro: lo había conocido un viernes, así que esperaría hasta el próximo fin de semana.
Aquel viernes se me hizo interminable. Cuando, por la tarde, salí del despacho, tenía el corazón en la boca, como un colegial que acude a su primera cita. De pronto, sentí como un vacío en el estómago: "¡Pero... si ni siquiera he quedado con él! Lo más seguro es que tenga ya algún compromiso... eso, si es que llego a verle..."
Estaba furioso conmigo mismo...

Al llegar a la replaceta que me había indicado, vi un grupo de siete u ocho chicos de su edad pero, aparentemente, él no estaba allí. Por suerte, encontré un sitio libre para aparcar el coche: estaba dispuesto a esperar todo el tiempo que hiciera falta, hasta que apareciera. Sin embargo, a los pocos minutos de estar allí, un chico se separó del grupo: llevaba, como los demás, un pantalón vaquero y una camiseta negra, pero tenía el pelo corto, muy corto... tanto que no le había reconocido. ¡Era él! Me había visto y venía hacia mí, con el mismo paso tranquilo que la noche que le conocí.
Al llegar a mi coche, se apoyó en la ventanilla:

- ¡Hola, Henry!
- Hola, Diego ¿qué tal estas?
- Bien... aquí, pasando el rato, con los amigos...
- Me gustaría hablar contigo... ¿quieres subir al coche?
- Es que no puedo dejarlos ahora...
- Sólo serán unos minutos...

En mi mente se atropellaban los pensamientos: has dejado pasar mucho tiempo... ahora ha perdido interés por ti... comprende que no va a dejar a sus amigos para irse contigo... estás haciendo el idiota, una vez más, y lo único que conseguirás es que te deje plantado... eso si no se lo cuenta todo luego a sus colegas y se divierten a tu costa...

- Bueno, está bien. Pero sólo cinco minutos ¿eh?

No podía creerlo: Diego les estaba haciendo señas a sus amigos para indicarles que se iba. Luego, dio la vuelta al coche, abrió la puerta y se sentó a mi lado:

- A donde me llevas... no muy lejos, por favor: tenemos poco tiempo.
- Si te parece, damos la vuelta al barrio.
- Bien
- Como me dijiste que podía venir a verte aquí...
- Y puedes... pero ahora mismo estoy con los colegas ¿sabes?
- ¿Tienes algún plan para esta noche?
- Como siempre: dar una vuelta con la pandilla, irnos de discoteca luego...
- ¿Puedes cenar conmigo?
- No, esta noche no: ceno en casa de mi primo ¿Pero... de veras quieres salir conmigo? ¿De veras?
- Pues sí
- Ya sabía yo que volvería a verte... Mira: puedo estar libre después de cenar, sobre las 11 o las 12... No te preocupes: encontraré una excusa... ¿No será muy tarde para ti?
- En absoluto, Diego. Vendré a buscarte, a la hora que me digas.

Ya estábamos de vuelta a la replaceta...

- Entonces... ¿quedamos aquí a las 12?
- Aquí no, Diego... Prefiero que no me vean tus amigos esperándote.
- Mira, hay otra plaza un poco más lejos ¿quedamos allí, si quieres?
- De acuerdo, allí, a medianoche
- Hasta las 12 entonces.

De nuevo, no sabía muy bien qué hacer ni en que ocupar mi tiempo hasta la medianoche. Volvía a repasar, en mi mente, una y otra vez, la película de este nuevo encuentro, como si se tratara de un "play-back" cinematográfico. No podía creer que todo esto me estuviera sucediendo a mí: ¡Este chico renunciaba a salir con sus amigos para venir conmigo!
Estaba como en un sueño del que no quería despertar.
A las 11 en punto, ya estaba yo en el lugar convenido, expectante, impaciente, todavía incrédulo. Sin embargo, unos minutos antes de la medianoche, Diego apareció, allí, delante de mi coche, con su sonrisa tranquila.

- ¿Dónde vamos?
- Donde tú digas... ¿Quieres que vayamos a tomar una copa?
- No... mejor volvamos a donde fuimos la otra noche.
- No me gusta mucho llevarte a estos sitios. Prefiero ir a la playa del Moro: es mucho más bonita... y romántica.
- Vale, pero antes tendremos que comprar algunos botes de cerveza ¿no?
- ¡De acuerdo!

Media hora después, pisábamos la arena de está amplia y larga playa de arena dorada, una de las más bellas de todo el Mediterráneo. A esta hora, estaba prácticamente desierta: sólo algunas parejitas que venían, como nosotros, a disfrutar de la paz de esta noche de verano, acompañados por el rítmico murmullo de las olas. Descalzos, llegamos hasta la orilla y tendimos una toalla en el suelo. Nos sentamos los dos, muy juntos. Diego encendió un cigarrillo, mientras yo abría las latas de cerveza. Diego, como la otra noche, hablaba muy bajo, casi en un susurro: me contaba como le había ido la semana... no muy bien, por cierto, ya que seguía sin encontrar trabajo... solo unas chapuzas aquí y allá. No sabía si creerlo cuando me dijo que él también había estado pensando en mí... Eso sí: se le veía contento de estar conmigo. Luego, volvió a hablarme de ésta novia que tuvo y que le dejó, hacía ya un año... Estábamos allí sentados, como dos viejos amigos, hablando de las cosas de nuestras vidas. Podría parecer absurdo, pero no me molestaba, al contrario: quería conocer mejor a este chico, y que él me conociera también... Además, sentía la necesidad de construir con él una sólida amistad, y no me interesaba llevárlo a mi casa, a los dos días de conocerlo, para hacer el amor... Eso, suponiendo que él quisiera hacer el amor conmigo, que ya era mucho suponer.
Se había levantado una suave brisa y, a esta hora de la noche, a orillas del mar, se notaba ya la humedad de la noche. Había traído otra toalla, y le propuse a Diego que nos abrigáramos con ella. Pero no era lo suficientemente larga como para arroparnos a los dos, aunque nos hubiésemos apretado el uno contra el otro. Así que la puse sobre mis hombros, a modo de capa, e invité a Diego a sentarse entre mis piernas. Pareció gustarle la idea y, sin más, vino a refugiarse en el hueco que le había preparado, muy pegado a mí, su espalda contra mi tórax, sus nalgas contra mi pubis, sus rodillas contra mis rodillas. Cerré mis brazos con los extremos de la toalla sobre él, y nos encontramos así, los dos, encerrados, protegidos, en un nido de tela. Ahora, todo mi cuerpo se impregnaba de su cuerpo, del calor de su piel, de su olor. Diego era un chico de aspecto muy aseado y olía maravillosamente bien, detalle que ya había notado en nuestro primer encuentro y que me había sorprendido tan agradablemente, ya que, desgraciadamente, esto no suele ser lo habitual entre los adolescentes, muy dados a practicar deportes, pero poco inclinados a ducharse con cierta regularidad...

- ¿Qué perfume usas? Hueles muy bien...
- No uso ninguno... son demasiado caros para mí.
- ¿De verdad no te pones nada? ¿Ni siquiera desodorante?
- No, te lo prometo... Sólo uso gel de baño.

Diego tenía su cabeza reclinada hacia atrás, apoyada sobre mi hombro: ahora estaba muy relajado, mirando las estrellas, y noté como se pegaba más a mí, como un gato cuando se frota a las piernas de su amo. Besé suavemente, cariñosamente su pelo y le murmuré al oído:

- Gatito...
- ¿Qué has dicho?
- Gatito... ¿Por qué: no te gusta?
- Sí...

No dijo nada más, pero giró lentamente su cabeza hacia mí, y me ofreció sus labios... Luego se rió, como si acababa de hacer alguna travesura.
Unas voces detrás de nosotros nos arrancaron bruscamente a nuestro sueño... Era una patrulla de la Guardia Civil... ¡y yo sin mi documentación! Diego tampoco llevaba la suya... Con su rostro de niño, seguro que íbamos a terminar la noche los dos en el cuartelillo.
Diego intentaba tranquilizarme:

- No te preocupes, no pasa nada... ¿no ves que sólo se han parado en la carretera para fumarse un pitillo?
- Será lo que dices tú, pero no estoy tranquilo.
- No estamos haciendo nada malo
- Ya lo sé... pero tú aparentas, como mucho, 15 años... y yo tengo más de cuarenta...
- Pues no los pareces...

La luna llena seguía presidiendo, esta noche también, nuestro encuentro, iluminándolo todo con su luz tenue y azulada... Diego volvió nuevamente su rostro hacia mí: nos miramos fijamente a los ojos, como hipnotizados el uno por el otro y, olvidándonos de los guardias civiles, volvimos a unir nuestros labios, larga y apasionadamente.

- ¡Gatito!
- ¡Ja... !
- No te gusta que te llame así
- Si... pero me hace gracia: nadie me lo había dicho antes...

Arreglé la toalla que nos envolvía, y lo encerré un poco mas estrechamente en mis brazos. Diego no se quejaba, estaba silencioso, los ojos medio entornados. Le pedí una sonrisa, y me la regaló, deliciosamente.

- Puedo acariciarte, Diego
- Claro
- ¿Qué caricias prefieres?
- Me gusta que me acaricien el pecho...

Pasé mi mano debajo de su camiseta y le di las caricias que le gustaban. Diego se quedó adormecido en mis brazos, entre mis piernas, y seguimos así un largo rato. Hasta que, en el horizonte, una tenue luz anunciara el alba. A las cinco, tuve que recordarle que debía volver a su casa.

- Hoy no, Henry: tengo que ir a ayudar a un tío mío que tiene un puesto en el mercadillo. ¿Puedes llevarme con tu coche? Tenemos el tiempo justo, ya que empiezan muy temprano a montar el "quiosco"
- Claro que te llevo, Diego... pero no has dormido nada..
- No importa: haré la siesta luego
- ¿Quedamos para mañana?
- Mañana no, me es imposible... si me hubieras avisado antes, no me hubiera comprometido...
- ¿Cuándo podremos vernos de nuevo?
- Sabes una cosa: el lunes es mi cumpleaños.
- ¿De verdad?
- Sí
- ¿Y podrás estar libre y venir conmigo el día de tu cumpleaños? ¿No lo vas a celebrar con tu familia y con tus amigos?
- Con los colegas, iremos a tomar unas cervezas. Pero puedo estar libre por la noche, como hoy... Eso, si tú estas libre y quieres venir...
- Claro que sí, Diego, estaré encantado... y me halaga mucho que quieras estar conmigo en una fecha tan señalada.
- Entonces ¿hasta el lunes?
- Hasta el lunes

Paré el coche a unos cincuenta metros del mercadillo; estaba amaneciendo. No pude despedirme de Diego como hubiese querido, con un beso. Solo con un apretón de manos. Luego, me quedé unos minutos viendo como se dirigía hacia un grupo de personas y empezaba a ayudarles a montar un puesto ambulante.

- Hasta el lunes, Diego.