Yo
debía de tener 9 o 10 años...
En realidad,
no recuerdo mucho de ello. No recuerdo
como conocí a Samuel, ni cuanto tiempo
duró, pero aún recuerdo su cara, su
nombre y algún que otro detalle aislado.
Cuando mis
padres se separaron, a mi me mandaron a
un orfanato de Madrid "para familias
sin medios". En cada habitación
entraban ocho o diez camas. Samuel estaba
en la cama de al lado, junto a la
ventana.
Todas las noches, cuando las monjas
apagaban las luces y se iban, yo me
metía en la cama de Samuel. Nos
quitábamos el pijama y nos besábamos y
nos acariciábamos hasta dormirnos.
Por las mañanas, cuando entraba la monja
a la nave, iba subiendo las persianas,
una por una, por todas las habitaciones.
La persiana de la habitación contigua
estaba rota y al subirla atizaba un golpe
a la ventana. Aquel golpe retumbaba en
todo el colegio y yo pegaba el bote a mi
cama.
A Samuel le hacía gracia verme saltar y
muchas veces nos reíamos porque no
encontrábamos nuestros pijamas o nuestra
ropa interior.
Como lo he
dicho, no recuerdo cuanto tiempo lo
hicimos, pero si que lo teníamos por
costumbre.
Una mañana,
la persiana no sonó. Quizás la
arreglaran o yo no la oí. O puede que la
monja empezara a subir persianas por la
otra parte...
El caso es que nos cazó en la misma
cama. Me despertó de un tirón de orejas
y me arrastró hasta el pasillo. Samuel
corrió mejor suerte pues no le
recriminaron nada. De lo cual me alegro.
La monja me atizó varios cachetes
sonoros en la cara y en el trasero.
Luego, reunió a todos los niños en el
pasillo y les explicó, con todo detalle,
su versión de lo sucedido.
Yo permanecía ahí, delante de todos,
desnudo y avergonzado, llorando. No les
miré a la cara, pero recuerdo que
reinaba un silencio absoluto.
Me solté de las fauces de aquella zorra
y corrí por el pasillo hasta las
escaleras con la intención de tirarme...
¡Que rabia! Quería acabar con esa
situación, pero no tuve valor para
hacerlo. Solo miré hacia abajo. Estaba
oscuro. Esa fue la única vez que he
pensado seriamente en acabar con mi vida.
Cada vez que pienso en eso me pregunto
qué hubiera pasado si hubiera saltado.
Me alegro de no haberlo hecho.
La monja
cocinera, una mujer mayor y robusta, me
cubrió con su delantal y me murmuró
algo agradable al oído, pero no lo
recuerdo. Como tampoco recuerdo la
reacción posterior de mis compañeros.
Me pusieron en cuarentena. Me cambiaron
de habitación y, durante un tiempo, no
me dejaron comer con los otros niños.
Por lo demás todo siguió igual. Todo,
menos Samuel y yo que no volvimos a
besarnos ni a abrazarnos.
Si esto me
sucediera ahora, le escupiría a la
monja, cogería a Samuel de la mano y nos
marcharíamos muy lejos, donde no
pudieran llegar ellos. Pero con 9 años y
supeditado a costumbres adultas, ese tipo
de ideas no me pasó por la cabeza. Es
más, me sentí tan culpable como un
criminal. Como si hubiera cometido algún
delito muy grave.
Mi vida fue marcada por ese suceso y
tardé años en empezar a perder el
miedo, en sentirme de nuevo contento
conmigo mismo. Ojalá una mano amiga me
hubiera explicado mis sentimientos.
Ojalá aquella monja no me hubiera
descubierto y recriminado nunca. Con
aquel tormento, me robó la belleza de
experimentar nuevas emociones.
¿Quién
me devolverá mi infancia? ¿Dios?
Nando
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a: laciudad@iname.com con la
mención "Para Nando"