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Del amor entre Dionisos y Ampelo

Baco joven, de Joaquín Agrasót Juan

Dionisio, el dios que no conocía la tristeza, célebre por sus fiestas, envidiado por sus amores y más célebre aún por sus traiciones y olvidos, un día supo lo que era llorar. Sufrió en su propia carne el dolor de un amor perdido.

Esta es su historia, tal  y como me la contaron a mí, en una tarde de invierno, sentado frente al fuego. Espero que os guste y que aprendáis de ella.

 Había pasado mucho tiempo desde la ultima vez que los dioses del Olimpo, siempre tan ocupados en sus cosas, se habían reunido, en torno de la gran mesa de malaquita, a contarse sus historias. Así que Zeus, tras consultar con su divina esposa Hera, convocó a todos a un banquete. Todos se sintieron contentos con la cita y, dejando sus trabajos, acudieron puntualmente a ella.

Esta vez, el banquete estaba presidido por Dionisio que no ocupaba su lugar habitual al lado de Apolo. La gran copa de ámbar  que cada uno tenía, como era costumbre, delante con su nombre gravado en oro tampoco estaba llena de ambrosía. En ella se veía un líquido de un color que quería parecerse al púrpura, un poco más oscuro, que desprendía un olor penetrante y  que no tenía nada que ver con los conocidos. Los más atrevidos metieron, tímidamente, un dedo en el y probaron su sabor que resultó ser entre ácido y dulce.

Mientras tanto, Dionisio, recreándose y haciendo uso de todos los trucos que conocía,  retrasaba el momento de explicar que era aquel líquido nuevo con el que  había ordenado llenar las copas. Sus ojos tenían un brillo extraño y, algunas veces, no se entendía bien lo que hablaba. Todos miraban alrededor buscando a Ampelo  que no aparecía por ningún sitio; con lo que los comentarios iban en aumento y se hacían, poco a poco, en un tono mas alto.

En vista de que Dionisio parecía no tener prisa en dar la explicación que todos esperaban, Zeus ordenó a éste que terminara con sus bromas y dijera que era lo que había mandado servir  en las copas, alterando la costumbre.

 Queridos hermanas y hermanos, empezó diciendo Dionisio - sujetándose disimuladamente a la mesa -, todos conocéis el amor que siento por Ampelo. Sabéis que soy incapaz de  dar dos pasos sin él. Mi casa a orillas del río Pantolo, en Lidia, la hice especialmente para nosotros. En sus jardines planté todo tipo de árboles exóticos; en ellos crecen las flores más bellas que se puedan encontrar, hasta la misma Hera  le gusta adornar sus salones con ramos de flores recogidas allí. A sus fuentes, con miles de surtidores, van a beber los pájaros más hermosos.

Toda clase de animales salvajes habitan, en plena armonía, en mis bosques y acuden mansos como corderillos cuando Ampelo los llama. El tigre, el león, ronronean como gatos cuando mi querido y bello niño los monta como si fuesen caballos.

También sabéis, porque lo dije en esta misma sala, que no hace mucho tiempo tuve un horrendo sueño que durante un tiempo me tuvo alejado de mis deberes ya que no podía pensar en otra cosa que no fuera en su significado. En este horrible sueño veía  a un repugnante dragón cornudo que llevaba sobre sus lomos a un tierno y  hermoso cabrito al cual tiraba sobre unas piedras que formaban un altar y, haciendo caso omiso de sus enternecedores balidos, lo corneaba repetidamente hasta matarlo.

Por consejo de Atenea consulté al Oráculo en Delfos que me anunció un grave peligro para Ampelo. Me dijo, con cierto temor por despertar mi cólera, que un toro mataría a mi hermoso muchacho por lo que desde entonces le prohibí terminantemente que jugase con estos animales.

Ampelo tenia la costumbre, como todos los muchachos de su edad, de bañarse en el río y después se tendía, desnudo, sobre la mullida  hierba de la orilla para secarse al  sol. Solía  quedarse dormido arrullado por el canto  de los pájaros. Uno de esos días, al despertarse, vio en la orilla a un hermoso toro que estaba bebiendo agua. Curioso se le acerco y el toro al contemplar tanta belleza agachó la cabeza y, como si se tratara de un manso cordero, y permitió que mi joven dios la acariciara. Después, empujándolo suavemente con el hocico, lo invito a que lo montara.

Mi querido niño, feliz por la oportunidad que tenía de cabalgar a tan soberbio animal, no se hizo rogar e inicio un paseo por el prado. Pero cuando más confiado estaba, cuando la felicidad era mayor, un molesto tábano vino a picar al toro que empezó a correr vertiginosamente en un intento de zafarse de tan molesta criatura. En uno de los saltos Ampelo calló con tan mala fortuna que se rompió el cuello. El toro rabioso hundió repetidamente sus cuernos en mi tierno niño. Cuando llegué al prado encontré el cuerpo inerte de mi bien amado que aun conservaba la frescura de cuando corría a mi encuentro por el bosque. Sus mejillas no habían perdido su color. Sus labios, tan golosos,  seguían siendo como la grana. Todo él era tan bello que eclipsaba al sol. Unas  flores blancas  que crecían silvestres en el prado, al teñirse con su sangre,  se transformaron en amapolas. Las gacelas lamían delicadamente su cara intentando despertarle. Los Silenos y la Ninfas lloraban a su alrededor. Yo no sabia que hacer.

Pasó una eternidad. Morfeo me acogió en sus brazos mientras que Eolo hizo que una suave brisa me acariciara. De esta manera entré en un dulce sopor y tuve la siguiente visión:

Del cuerpo de Ampelo nacía una planta esplendorosa, con unos frutos cuyo color recordaba a sus mejillas Yo, tomaba uno de ellos, lo comía, sintiendo al instante una alegría como jamás había sentido antes. Al mismo tiempo de mis ojos brotaron chorros de lágrimas.

Inmediatamente desperté y en el lugar que antes estaba Ampelo crecía ahora la planta que había visto en mis sueños y que llame Vid.

Los Silenos corrían detrás de las Ninfas, gritando y riendo, llevando en sus manos unas copas llenas de este licor que ahora tenéis en las vuestras y que llamé vino.

De esta manera Dionisio, el dios inconstante, el traicionero, aprendió a llorar, supo lo que era el dolor por un amor perdido y Ampelo, el mas bello de entre los bellos, regaló, a los mortales, la Vid y la Ebriedad.

Meria Albari
En Baza a 15 de junio   del 2000
(Basado en el libro Las bodas de Cadmo y Harmonía de Roberto Calaso)

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