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Un
día, a la hora de la siesta, el joven Jacinto, queriendo
jugar con Apolo, le pidió a este que se prepararan para
el ejercicio, aligerándose de ropa y untándose todo el
cuerpo con aceite. Apolo tira el primero su flecha con tanta destreza y fuerza que se eleva sobre las nubes y retumba al caer sobre la tierra. Jacinto, enajenado por el ardor del juego, pone todo su ímpetu en lanzar la suya. Pero lo hace con tanta torpeza y mala fortuna que el hierro, soltado bruscamente, le va a dar en pleno rostro, haciéndole caer bañado en sangre. Apolo,
palidísimo, acude a auxiliarle, le lava la herida, le
aplica hierbas aromáticas... pero en vano: la herida es
mortal. "¡Mueres
en la flor de la juventud -se lamenta el dios- y he sido
yo, amado Jacinto, el culpable por atender a tus ruegos!
¡No puedo mirar tu herida mortal sin ver en mi mano como
una mancha de sangre! ¡Mi único consuelo es el pensar
que me ha movido el amor inmenso que te tengo! ¡Ojalá
pudiera dar mi existencia por la tuya o morir contigo! |
de "LAS METAMORFOSIS",
de Ovidio |