.

Jacinto y Apolo

Un día, a la hora de la siesta, el joven Jacinto, queriendo jugar con Apolo, le pidió a éste que se prepararan para el ejercicio, aligerándose de ropa y untándose todo el cuerpo con aceite.

Apolo tira el primero su flecha con tanta destreza y fuerza que se eleva sobre las nubes y retumba al caer sobre la tierra. Jacinto, enajenado por el ardor del juego, pone todo su ímpetu en lanzar la suya. Pero lo hace con tanta torpeza y mala fortuna que el hierro, soltado bruscamente, le va a dar en pleno rostro, haciéndole caer bañado en sangre.

Apolo, palidísimo, acude a auxiliarle, le lava la herida, le aplica hierbas aromáticas... pero en vano: la herida es mortal.
Como la falta de riego en un jardín hace inclinar los tallos de la violeta, del lirio o de las adormideras, así Jacinto dobla su grácil cuerpo sobre el pecho de Apolo.

"¡Mueres en la flor de la juventud -se lamenta el dios- y he sido yo, amado Jacinto, el culpable por atender a tus ruegos! ¡No puedo mirar tu herida mortal sin ver en mi mano como una mancha de sangre! ¡Mi único consuelo es el pensar que me ha movido el amor inmenso que te tengo! ¡Ojalá pudiera dar mi existencia por la tuya o morir contigo!
Mi lira no cesará de cantarte, amado mío, y tu sangre derramada formará una flor parecida a la azucena, salvo en el color, que siempre recordará mis lágrimas y mi dolor."

de "LAS METAMORFOSIS", de Ovidio
(texto adaptado por Henry)

volver