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En
un valle encantador había una fuente de agua
extremadamente clara, que jamás había sido enturbiada
ni por el cieno, ni por los hocicos de los ganados. A esa
fuente llegó Narciso, y habiéndose tumbado en el cesped
para beber, Cúpido le clavó su flecha por la espalda...
Lo primero que vió Narciso fue su propia imagen,
reflejada en el limpio cristal. Insensatamente, creyó
que aquel rostro hermosísimo que contemplaba era el de
un ser real, ajeno a sí mismo. Sí, él estaba enamorado
de aquellos ojos que relucían como luceros, de aquellas
mejías imberbes, de aquel cuello esbelto, de aquellos
cabellos dignos de Apolo. El objeto de su amor era... él
mismo. ¡Y deseaba poseerse! Pero
¡ni siquiera encontraba labios para besar! Pareció
enloquecer... Alzó los brazos al cielo Narciso, llorando, mesándose los cabellos. Gritó, blasfemó casi: "Decidme, selvas, vosotras que habeis sido testigos de tantos idilios apasionados... ¿por qué el Amor es tan cruel conmigo? Hace siglos que existís, decidme: ¿visteis nunca a un amante obligado a sufrir designios más rudos? Yo veo al objeto de mi pasión y no lo puedo encontrar. No me separan de él ni mares inmensos, ni senderos inaccesibles, ni montañas, ni bosques. El agua de una fuente me lo presenta consumido por el mismo deseo que a mí me consume... Me amo a mí mismo. Atizo el mismo fuego que me devora... ¡Desdichado yo que no puedo separarme de mi mismo! A mí me pueden amar otros, pero yo no me puedo amar... ¡Ay! El dolor empieza a desanimarme. Siento que mis fuerzas me abandonan. Voy a morir... Pero no he de temer la muerte liberadora de todos mis tormentos: moriría triste si hubiera de sobrevivirme mi amado. Pero bien entiendo que vamos a perder dos almas una sola vida." Narciso volvió a mirarse en la misma fuente y lloró, ebrio de pasión ante su propia imagen: "¿Por qué huyes... Espérame... Eres la única persona a quién adoro... El placer de verte es el único que le queda a tu desdichado amante." Poco a poco, Narciso fue tomando los finísimos colores de esas manzanas, coloreadas por un lado, blanquecinas y doradas por el otro... La metamórfosis duró escasos minutos. Al cabo de ellos, de Narciso no quedaba más que una rosa hermosísima, al borde del río, que seguía contemplándose en el espejo del agua. Cuentan que, antes de quedar transformado, Narciso pudo exclamar: "¡Objeto vánamente amado... adiós! |
de "LAS METAMORFOSIS",
de Ovidio |