30/03/01

 

 

  AZUL

Esta mañana me siento, después de mucho tiempo, en paz. Quizás porque ya mi tiempo ha pasado y lo que verdaderamente importa ahora es el presente. Es un buen día para recordar. Es un día perfecto para evocar recuerdos agradables y olvidarse de las penas pasadas. Si, verdaderamente, me siento en paz.

Delante tengo un mar azul, como solamente se puede encontrar en esta parte del mediterráneo y el olor a algas lo inunda todo a esta hora de la mañana. Aun no hay bañistas, lo que lo hace aún más agradable. Solamente estamos el mar y yo.

Me trae el recuerdo de otro mar y otra playa. De otro tiempo y de... una risa. Si, lo que siempre recuerdo de ti es tu forma de reír, lo musical de tu risa y la blancura de tus dientes.

También, me llega el recuerdo de los días que pasamos juntos, de nuestros juegos, de nuestros largos paseos por la playa y nuestros silencios.

- ¿Salimos esta tarde a dar un paseo?.
- No sé, ¿ a donde iremos?.
- Podemos rodear la bahía y después ir a tomar un helado al puerto.
- Mejor nos quedamos aquí, y tú me lees algo.

Tu cara se llenaba de una sonrisa tan tierna, tan cálida, tan dulce que yo solamente podía decir:

- Como quieras.

Siempre se hacía lo que tu querías; raramente secundabas mis propuestas. Evitabas, con mil excusas, que fuéramos a sitios donde hubiese mucha gente. Nunca supe si por pudor o por timidez y, sin embargo, no te importaba presentarme a tus amigos. ¡Yo no sabia que pensar!

Otras veces, cuando me encontraba distraído o estaba adormilado tomando el sol, te acercabas silenciosamente y me echabas agua, con tus manos, despertándome. En esos momentos tu risa lo llenaba todo; yo pasaba del desconcierto y del enfado, a la carcajada; salía detrás de ti hasta que terminábamos revolcandanos con las olas.

La felicidad era completa, solamente existía el mar, tú y yo. ¡Qué más se podía pedir! ¡Cuanta felicidad acumulada en un instante!. ¡No importaba el mundo! ¡No importaba nadie! ¡ No importaba nada!

No sé cuantos días estuvimos gozando de una felicidad sin límites. El tiempo pasaba como un suspiro. Los días sucedían a la noches y éstas a los días, sin darnos cuenta. Yo solamente oía tu risa. Escuchaba tu voz. Veía tu cara. No me daba cuenta de nada. El mundo no existía para mí.

Estaba tan hechizado por tu juventud, por todo tu ser, que solamente con oler tu perfume era suficiente para transportarme a otro mundo. Un mundo en el que tú eras el rey y yo, tú esclavo más fiel; un mundo solamente habitado por los dos; un mundo tan lleno de magia que no encuentro palabras para describirlo. Era como un éxtasis sin principio ni fin.

También recuerdo el día de mi cumpleaños. Fuimos a encargar la cena y reservamos la mesa junto al ventanal que tanto nos gustaba. Casi puedo decir lo que comandamos. Cómo aclaraste que no querías que la tarta llevara velas, ni merengue. Que la adornaran solamente con una pluma de faisán y una rosa que tú llevarías. No me quisiste decir el por que de éste capricho, ni su significado. Pero tu insistencia fue casi grosera.

Aún conservo el pequeño libro de poesía árabe que me regalaste. Me lo diste envuelto en un papel transparente que dejaba ver su portada; venía señalada una página con otra pluma de faisán igual que la que adornaba la tarta. Todavía sigue señalando la misma página.

Tu petición fue más extraña que tu tozudez con la tarta; insististe, casi llorando, que no abriera el libro, que no comenzara a leerlo hasta tres días después del cumpleaños; que no abriese la pagina señalada hasta llegar a ella; que lo leyese entero y empezase la lectura justo en el atardecer. Me hiciste jurar que nunca me desprendería de él y que jamás lo volviese a leer.

A pesar del tiempo transcurrido, he cumplido mi promesa: siempre va conmigo pero no he vuelto a leerlo.

El último día, hasta que llegó el atardecer, se hizo eterno. Casi no comí. Tú te enfadaste -tus ojos brillaron como soles- y me obligaste a que repitiese del segundo plato. La espera se hizo soportable gracias a que no parabas de hablar -no era habitual en ti- saltabas de un tema a otro, sin orden ni concierto. Parecías una máquina de fabricar palabras. Daba la impresión de que no querías que pensara en nada.

Justo un momento antes del atardecer, cogiste mi cara con tus manos -delante de todo el mundo- y, con una de las sonrisas más tiernas que recuerdo, besaste mis labios.

- Hasta mañana, no me olvides, te quiero

Cuando logré reponerme, tú te alejabas riendo y agitando la mano diciendo adiós. Parecías Hermes llevando un mensaje de Zeus. No sabía, no podía pensar. Confieso que me bloqueaste. Por un rato te seguí con la vista.

Después, siguiendo, tus instrucciones comencé a leer. Poco a poco me iba invadiendo una desazón, una angustia que no podía explicarme. Confieso que me cambie de lugar para poder ver la luz de tu habitación. Eso me tranquilizaba. Me costó un enorme esfuerzo el poder concentrarme en la lectura. Miraba tu ventana y el libro, el libro y tu ventana. Pocas veces he tenido que esforzarme tanto, en una lectura, cono esta vez. ¡Dios, que trabajo!

Cuando llegué a la pagina señalada - 41- no podía creer lo que estaba leyendo. Me parecía que era una broma. Que no era verdad. Miraba la ventana y veía luz. Volvía a leer.
Sentí rabia, angustia, amor, locura, miedo..; todas las emociones se juntaron en un momento. Se agolparon dentro de mi y me retorcieron como una plastilina. Reí, lloré, grité, volví a leer el maldito poema y miraba la luz en tu ventana. Lo leí tantas veces que me lo aprendí de memoria. Se quedó grabado para siempre en lo mas profundo de mi corazón.

Las lagrimas me caían a borbotones y mancharon algunas paginas. Entre hipidos, desesperación y miradas a tu ventana, conseguí terminar las 70 paginas del maldito libro.

Mi amargura era ya tan profunda, me había calado tan hondo, tan infinita que ni con la muerte se hubiese acabado.
¡La luz en tu ventana seguía!

Cuando por fin conseguí moverme y me encaminé al hotel, sabia que, a pesar de la luz, ya no te encontraría. Que tu habitación estaría tan vacía como mi alma. Sabia que ya no te volvería a ver y también sabia que ya nunca podría querer de la misma manera como te había querido, como aún te quiero, como te querré siempre.

Por eso, hoy que estoy en paz, hoy que el azul del mar es tan intenso que me parece que son tus ojos, hoy que el cielo es tan limpio como tu sonrisa, hoy que todo me recuerda tu presencia, puedo, sin amargura, recitar aquel poema:

¿ Me amas?

Cuando vi aquel hermoso joven
él reía con ganas.
Estábamos los dos solos, en fin,
solos con Dios. Y sin embargo
él puso su mano en la mía
y me habló largo rato;
después me dijo: - ¿ Me amas?
- Sí, más allá del amor.
- Y por tanto -dijo- ¿me deseas?
- Todo en ti es deseable.
- Teme entonces a Dios y olvídame.
- Si mi corazón quisiera obedecerme

Abu Nuwas (747/768 - 814 D.C.)

En Baza a 27 de abril de 1.999

Meria Albari

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