Esta mañana
me siento, después de mucho tiempo, en
paz. Quizás porque ya mi tiempo ha
pasado y lo que verdaderamente importa
ahora es el presente. Es un buen día
para recordar. Es un día perfecto para
evocar recuerdos agradables y olvidarse
de las penas pasadas. Si, verdaderamente,
me siento en paz.
Delante
tengo un mar azul, como solamente se
puede encontrar en esta parte del
mediterráneo y el olor a algas lo inunda
todo a esta hora de la mañana. Aun no
hay bañistas, lo que lo hace aún más
agradable. Solamente estamos el mar y yo.
Me
trae el recuerdo de otro mar y otra playa.
De otro tiempo y de... una risa. Si, lo
que siempre recuerdo de ti es tu forma de
reír, lo musical de tu risa y la
blancura de tus dientes.
También,
me llega el recuerdo de los días que
pasamos juntos, de nuestros juegos, de
nuestros largos paseos por la playa y
nuestros silencios.
-
¿Salimos esta tarde a dar un paseo?.
- No sé, ¿ a donde iremos?.
- Podemos rodear la bahía y después ir
a tomar un helado al puerto.
- Mejor nos quedamos aquí, y tú me lees
algo.
Tu
cara se llenaba de una sonrisa tan tierna,
tan cálida, tan dulce que yo solamente
podía decir:
-
Como quieras.
Siempre
se hacía lo que tu querías; raramente
secundabas mis propuestas. Evitabas, con
mil excusas, que fuéramos a sitios donde
hubiese mucha gente. Nunca supe si por
pudor o por timidez y, sin embargo, no te
importaba presentarme a tus amigos. ¡Yo
no sabia que pensar!
Otras
veces, cuando me encontraba distraído o
estaba adormilado tomando el sol, te
acercabas silenciosamente y me echabas
agua, con tus manos, despertándome. En
esos momentos tu risa lo llenaba todo; yo
pasaba del desconcierto y del enfado, a
la carcajada; salía detrás de ti hasta
que terminábamos revolcandanos con las
olas.
La
felicidad era completa, solamente existía
el mar, tú y yo. ¡Qué más se podía
pedir! ¡Cuanta felicidad acumulada en un
instante!. ¡No importaba el mundo! ¡No
importaba nadie! ¡ No importaba nada!
No
sé cuantos días estuvimos gozando de
una felicidad sin límites. El tiempo
pasaba como un suspiro. Los días sucedían
a la noches y éstas a los días, sin
darnos cuenta. Yo solamente oía tu risa.
Escuchaba tu voz. Veía tu cara. No me
daba cuenta de nada. El mundo no existía
para mí.
Estaba
tan hechizado por tu juventud, por todo
tu ser, que solamente con oler tu perfume
era suficiente para transportarme a otro
mundo. Un mundo en el que tú eras el rey
y yo, tú esclavo más fiel; un mundo
solamente habitado por los dos; un mundo
tan lleno de magia que no encuentro
palabras para describirlo. Era como un éxtasis
sin principio ni fin.
También
recuerdo el día de mi cumpleaños.
Fuimos a encargar la cena y reservamos la
mesa junto al ventanal que tanto nos
gustaba. Casi puedo decir lo que
comandamos. Cómo aclaraste que no querías
que la tarta llevara velas, ni merengue.
Que la adornaran solamente con una pluma
de faisán y una rosa que tú llevarías.
No me quisiste decir el por que de éste
capricho, ni su significado. Pero tu
insistencia fue casi grosera.
Aún
conservo el pequeño libro de poesía árabe
que me regalaste. Me lo diste envuelto en
un papel transparente que dejaba ver su
portada; venía señalada una página con
otra pluma de faisán igual que la que
adornaba la tarta. Todavía sigue señalando
la misma página.
Tu
petición fue más extraña que tu
tozudez con la tarta; insististe, casi
llorando, que no abriera el libro, que no
comenzara a leerlo hasta tres días después
del cumpleaños; que no abriese la pagina
señalada hasta llegar a ella; que lo
leyese entero y empezase la lectura justo
en el atardecer. Me hiciste jurar que
nunca me desprendería de él y que jamás
lo volviese a leer.
A
pesar del tiempo transcurrido, he
cumplido mi promesa: siempre va conmigo
pero no he vuelto a leerlo.
El
último día, hasta que llegó el
atardecer, se hizo eterno. Casi no comí.
Tú te enfadaste -tus ojos brillaron como
soles- y me obligaste a que repitiese del
segundo plato. La espera se hizo
soportable gracias a que no parabas de
hablar -no era habitual en ti- saltabas
de un tema a otro, sin orden ni concierto.
Parecías una máquina de fabricar
palabras. Daba la impresión de que no
querías que pensara en nada.
Justo
un momento antes del atardecer, cogiste
mi cara con tus manos -delante de todo el
mundo- y, con una de las sonrisas más
tiernas que recuerdo, besaste mis labios.
-
Hasta mañana, no me olvides, te quiero
Cuando
logré reponerme, tú te alejabas riendo
y agitando la mano diciendo adiós. Parecías
Hermes llevando un mensaje de Zeus. No
sabía, no podía pensar. Confieso que me
bloqueaste. Por un rato te seguí con la
vista.
Después,
siguiendo, tus instrucciones comencé a
leer. Poco a poco me iba invadiendo una
desazón, una angustia que no podía
explicarme. Confieso que me cambie de
lugar para poder ver la luz de tu
habitación. Eso me tranquilizaba. Me
costó un enorme esfuerzo el poder
concentrarme en la lectura. Miraba tu
ventana y el libro, el libro y tu ventana.
Pocas veces he tenido que esforzarme
tanto, en una lectura, cono esta vez. ¡Dios,
que trabajo!
Cuando
llegué a la pagina señalada - 41- no
podía creer lo que estaba leyendo. Me
parecía que era una broma. Que no era
verdad. Miraba la ventana y veía luz.
Volvía a leer.
Sentí rabia, angustia, amor, locura,
miedo..; todas las emociones se juntaron
en un momento. Se agolparon dentro de mi
y me retorcieron como una plastilina. Reí,
lloré, grité, volví a leer el maldito
poema y miraba la luz en tu ventana. Lo
leí tantas veces que me lo aprendí de
memoria. Se quedó grabado para siempre
en lo mas profundo de mi corazón.
Las
lagrimas me caían a borbotones y
mancharon algunas paginas. Entre hipidos,
desesperación y miradas a tu ventana,
conseguí terminar las 70 paginas del
maldito libro.
Mi
amargura era ya tan profunda, me había
calado tan hondo, tan infinita que ni con
la muerte se hubiese acabado.
¡La luz en tu ventana seguía!
Cuando
por fin conseguí moverme y me encaminé
al hotel, sabia que, a pesar de la luz,
ya no te encontraría. Que tu habitación
estaría tan vacía como mi alma. Sabia
que ya no te volvería a ver y también
sabia que ya nunca podría querer de la
misma manera como te había querido, como
aún te quiero, como te querré siempre.
Por
eso, hoy que estoy en paz, hoy que el
azul del mar es tan intenso que me parece
que son tus ojos, hoy que el cielo es tan
limpio como tu sonrisa, hoy que todo me
recuerda tu presencia, puedo, sin
amargura, recitar aquel poema:
¿
Me amas?
Cuando
vi aquel hermoso joven
él reía con ganas.
Estábamos los dos solos, en fin,
solos con Dios. Y sin embargo
él puso su mano en la mía
y me habló largo rato;
después me dijo: - ¿ Me amas?
- Sí, más allá del amor.
- Y por tanto -dijo- ¿me deseas?
- Todo en ti es deseable.
- Teme entonces a Dios y olvídame.
- Si mi corazón quisiera
obedecerme
Abu
Nuwas (747/768 - 814 D.C.)
En
Baza a 27 de abril de 1.999
Meria
Albari
Escribir
a: laciudad@iname.com con la
mención "Para Meria"
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