11/12/05

LA CALLE
(segunda parte: "a la luz de la luna")

Se llamaba Diego, y me dijo que tenía 18 años aunque parecía mucho más joven, pero ¿debía quejarme por ello?

Le pregunté si quería que fuesemos a algún sitio en particular y me constestó que le daba igual, aunque lo más seguro, según él, es que estuviese todo cerrado a esta hora de la madrugada.
Efectivamente, no encontramos ningún bar abierto y optamos por "repostar" en una de estas tiendas que abren las 24 horas dónde compramos cervezas y cigarrillos.
Luego me dijo que podríamos ir a un sitio tranquilo que el conocía.

Era un poco lejos, pero acepté ¿qué no hubiese hecho por seguir disfrutando de su compañía unas horas más? Mientras íbamos de camino y hablábamos de todo un poco, intentaba fijarme en su aspecto: era bastante alto y muy delgado, moreno y con los ojos rasgados, lo que me hizo pensar que podía tener algo de sangre gitana. Hablaba tan suavemente que casi no le oía con el ruido del motor. Pero lo que me cautivó fué su sonrisa; una sonrisa amplia y abierta que iluminaba todo su rostro.

Se rió cuando le dije que tenía una sonrisa muy bonita y que me encantaba verle sonreir. Y mientras rodabamos y charlabamos a media voz de unas cosas y de otras, no dejaba de pensar que era muy afortunado en haberle conocido y que tal vez, por fín y después de mucho tiempo, iba a volver a ser feliz.

¡ Ya se lo que estarás pensando, amigo lector ! Pero no. No soy tan iluso como para poder creer en la realidad de un encuentro tan extraordinario, a medianoche.
Recordaba la frase de mi joven amigo: "...de esta forma, en la calle, solo podrás conseguir a algún putón".
Pero Diego no tenía aspecto de "putón" sino de niño normal, de clase media, que tiene permiso para salir de noche; era muy atrevido y muy tímido al mismo tiempo, y lo único que podía sorprender -y me daba que pensar- era esta facilidad con la que había aceptado la compañia de un extraño, había subido a su coche y viajaba ahora con él, en la oscuridad de la noche, hacia un lugar apartado de la ciudad, cerca del mar.
Pero ¿por qué no podía yo creer en su sinceridad? ¿Por qué no podía yo dejarme llevar por la dulce ilusión de que a él le podía apetecer tanto estar conmigo, como a mí estar con él?

Temía que llegase el momento en el que me diría: "Oye, sabes... necesito algo de dinero".
Se lo daría, aunque se me caería el alma a los pies y no volvería a verle nunca.
Sin embargo, no me pidió nada...
LLegamos al lugar que me había indicado: había ya otros coches aparcados, con parejitas, y no me gustó; me parecía algo sórdido ir con un chico como él a semejante sitio, así que le propuse seguir hasta una playa cercana, más agradable, más romántica.

Era noche de luna llena; la belleza del sitio y la magia del momento invitaban al paseo en la arena, alli donde la playa habre sus labios al mar y recibe el lamido de las olas.
Pero Diego prefirió que nos quedaramos en el coche.
Me hablaba de su familia, de su infancia, de sus estudios prematuramente interrumpidos, de lo difícil que le resultaba encontrar trabajo, de sus sueños. Hablaba también, pero con mucho pudor, de sus necesidades.
Yo sentía unas ganas tremendas de arroparle con mis brazos, para protegerle, para infundirle ánimo, para que no se sintiera solo o abandonado. Apoyó suavemente su cabeza sobre mi hombro; la luna, a traves del cristal, iluminaba su rostro: tenía los ojos cerrados y sonreía dulcemente, como un niño cuando esta soñando. Y yo le acariciaba con la misma dulzura.

Me hubiese gustado seguir así eternamente: me sentía inmensamente feliz y pensaba que Diego, en aquel momento, también lo era. Pero el reloj seguía marcando las horas inexorablemente y nos indicaba que ya eran las 5 de la madrugada. Teníamos el tiempo justo de volver.
Besé sus labios con todo el cariño que brotaba de mi corazón y le llevé a su casa.

Le pregunté si podía volver a verle y él me contestó, con júbilo y casi incrédulo: "¿Vendrás a verme mañana?" Le contesté que no me era posible citarme con él al día siguiente, pero le prometí volver a verle en cuanto pudiese.
Entonces, me indicó dónde se reunía habitualmente con sus amigos y donde podría facilmente encontrarle. Seguía sin pedirme nada a cambio de toda la felicidad que me había dado con su presencia; pero vivía en un barrio humilde, y yo sabía de sus necesidades, así que, al despedirme de él, puse algo de dinero en su bolsillo. En mi mente, esto no era el pago por su compañía, sino una ayuda de un amigo a otro amigo necesitado.
Porque estaba ya convencido de que Diego iba a ser, de ahora en adelante, mi gran amigo.

( continua a página 3 )

 

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